lunes, 10 de febrero de 2014

ENTRE EL FUEGO Y LOS CUCHILLOS...

Hacía ya un par de horas que los últimos clientes habían abandonado el restaurante. No recordaba cuándo, pero tenía la certeza de que sus pies habían sido devorados por dos lenguas de fuego sobre las que caminaba como si de brasas se tratase. Entró en la cocina, cogió un cubo, lo llenó con agua caliente, añadió un buen puñado de sal y allí, dentro del fluido y salobre elemento, las lenguas, sometidas a un inmediato efecto, acallaron sus voces. Echó hacia atrás la cabeza, la apoyó contra la pared y cerró los ojos intentado relajarse. Una placentera sensación ascendía tímida por sus tobillos, alcanzaba las rodillas, se enredaba en ellas y, tras un nuevo empujón, se proyectaba hasta la nuca, donde hacía nido. Desde allí se dejaba caer, silenciosa, hasta la plataforma de los hombros y, como si de un tobogán se tratase, se deslizaba por los brazos hasta la punta de los dedos. Se abandonó al descanso durante un buen rato. Desde la cocina llegaba un lejano rumor de conversación entre ollas, platos y demás utensilios de batalla. Manuelle danzaba por allí, todavía le quedaban fuerzas para mantenerse en pie; era una maniática del orden y la limpieza, la poderosa bestia del cansancio no lograba abatirle jamás. Su cocina era lugar sagrado y… ¡ay! de quien osase entrometerse en su reinado. Se comportaba como una sacerdotisa, protectora y celosa con sus creaciones. De su taller salían sabores y olores únicos, potentes, sublimes, sensuales, desafiantes, atrevidos, golosos… todas sus obras eran fiel reflejo de su persona. Así era Manuelle, exuberante, arrolladora e imprevisible. Desde el primer día que se conocieron una intensa atracción lo empujaba hacia ella y, con el tiempo, la adicción que Azier había ido tejiendo dentro de él lo había atrapado como una araña a su presa. No le preocupaba, aceptaba de buen grado la situación. Seguramente no era la ideal ni la que hubiese escogido de haber podido elegir, pero, actualmente, su vida era mucho menos infeliz que antes de conocer a Manuelle. Y eso ya era bastante más de lo que había tenido en años. Separó la cabeza de la pared, abrió los ojos, secó los pies con una toalla y se puso las botas. _ ¿Nos vamos? –preguntó él. _ Sí- Dijo ella. _ Pero… (Dudó unos segundos antes de proseguir) olvidé decirte que Isabel ha cancelado su viaje y se quedará unos días más, respondió Manuelle evitando encontrarse con su mirada. Contrariado torció el gesto, sin decir nada abrió la puerta que daba a la calle y salió. Unos días más, pensó, ¿cuánto es eso?, ¿dos, tres, siete, quince…? Apenas cruzaron palabra durante el trayecto de regreso a casa, se guardaron muy bien de expresar en voz alta lo que estaban pensando por temor a herir al otro. Ella, lo quería; el, estaba enamorada de ella. Una sonriente Isabel les abrió la puerta y depositó un cálido beso en su cuello. Él le devolvió la sonrisa, conocía muy bien el significado de aquel gesto, era mucho más que un recibimiento, sí. Lo estaba invitando a participar, una vez más.
Sus pasos lo condujeron hacia el dormitorio. Así se iniciaba el ritual. Lo que había comenzado como un juego formaba ya parte de su vida, de sus vidas, muy a su pesar, al de ella. Desde donde estaba podía ver perfectamente la escena, su papel, de momento, era de espectador. Ya no lo consumían los celos como al principio de su relación, aceptaba que tendría que compartir sexualmente a Manuelle con Isabel. Igual ¿Qué importaban unos pocos días al lado de los muchos que él la tenía en exclusiva? La quería, la sentía, recibía muestras de su cariño a diario. No era amor, pero sentirse querido por ella aportaba más a su vida que todo el amor que otras mujeres juraban haberle profesado. Isabel y Manuelle se besaban con frenesí, las manos de ambas exploraban sin miramientos el cuerpo de la otra, al tiempo que sus prendas de ropa caían al suelo cual frutos maduros del árbol. No pudo evitar excitarse ante aquella visión, una oleada de calor se concentró en su epicentro, ascendió por la espalda y picoteó furiosa en su nuca. Isabel se giró y se posicionó detrás de Manuelle, pegó sus pechos contra su espalda y la embistió cual macho a una hembra. Manuelle se revolvió de placer, echó los brazos hacia atrás, agarró las manos de Isabel y las depositó sobre su excitado sexo; allí, obedientes y lujuriosas se pasearon con destreza por toda su geografía, provocando con su sensual danza poderosas descargas de placer que tensaban sus músculos cuales cables de acero. El tiempo de espectador había finalizado, abandonaba la butaca, se incorporaba a escena e interpretaba su papel. Su mirada se encontró con la de Manuelle y se arrodilló frente a ella. Sus voraces deseos fueron saciados, una vez más; unidos sus cuerpos, masticando placer y destilando pasión. El éxtasis de Manulle moría en Isabel, el de Azier en Manuelle. F.Lopez

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